Un niño de 33 años

A pesar de tener treinta y tres años cumplidos, todavía creía en los Reyes Magos.
Sus padres no daban al hecho excesiva importancia porque les encantaba la idea de ir a comprar regalitos, envolverlos, y poner la copita de cognac.
Para Manuel la vida era así de sencilla. Le gustaba pasear por la calle de la mano de su madre, escupir en los charcos, y comerse a escondidas las gambas en la pescadería del mercado.
Uno de sus mejores amigos era el carnicero, un hombre gordo al que le privaba cortar la carne con las manos y picarla después con un gesto de asco. Muchas veces había confesado a sus clientes que él hubiera sido feliz siendo verdugo de los de antes, con un hacha grande y una capucha negra.
Manuel solía escaparse de su madre para visitar al carnicero. Cuando era pequeño le gustaba pasar por detrás del mostrador para que le diera caramelos de fresa. Ahora, tan mayorcito, le solía pedir un chorizo de Cantimpalo.
El verdadero problema de Manuel era su barba. Un hombre puede ser como un niño siempre y cuando no tenga pelos en la barbilla, porque entonces parece un ganso.
La gente le miraba atónita cuando jugaba al yo-yó en la calle, ó se ponía a hacer pis en un árbol de la Castellana.
Manuel se preguntaba a menudo el por qué los demás niños no eran como él. Le sorprendía sobre todo que solían ser bastante más bajitos, con pecas, y unos enormes churretes en las narices.
Se miraba en los cristales de los escaparates y observaba su prominente perilla y unas patas de gallo junto a sus ojos que le hacían creer que era un niño algo más grande.
No le dejaban jugar al fútbol, y podía escuchar como algunos le preguntaban por la mili y la mujer y los niños.
Manuel no podía comprender el rechazo y llegó a creer que era un niño raro. Muchas veces, mientras se columpiaba, intentaba buscar la manera de acercarse a los demás niños e ideaba tretas para ser aceptado.
Lo primero que hizo fue afeitarse la barba y quitarse la corbata, pero fue inútil; los niños le reconocían y le daban la espalda.
Más tarde, trató de vestirse como ellos, y empezó a chupar piruletas y a sacarse mocos de la nariz, pero seguía siendo descubierto.
Manuel no era feliz porque mayores y pequeños solían reírse de su apariencia y le decían cosas raras. Le fastidiaba mucho que le llamaran de usted y que le ofrecieran puros.
Tal era la desdicha de Manuel, condenado a ser un niño grande, que llevaba a la vez que cromos, unos preciosos gemelos de oro en sus muñecas.
Nadie parecía comprenderle. Ni siquiera sus padres, que los muy egoístas solo pensaban en lo felices que eran teniendo un niño en casa, y lo que disfrutaban comprándole cositas, dándole comiditas raras, ó castigándole sin salir cuando llegaba a casa pringado de barro.
Manuel se negaba a no ser niño. Al igual que había niños con gafas, niños ñoños, niños gordos, niños bajos, niños chinos, ó niños con padres ingenieros, también podía haber niños de treinta y tres años.
A él le daba igual su aspecto. Lo que de verdad le importaba era que no le dejasen jugar al clavo en el parque porque sus brazos cruzaban el campo de juego, ó que no le dejaran empujar el columpio porque los niños salían despedidos contra una verja cercana.
Manuel estaba condenado a permanecer apartado leyendo un Super Mortadelo ó comiéndose un bocadillo de Nocilla.
Pero cierto día, las cosas parecieron cambiar para Manuel. Estaba junto a un estanque tirando piedras e intentando hacer rana cuando vió a un grupo de gente mayor elegantemente vestida, que corría despavorida por el parque jugando al tulallevas.
Algunos de ellos tenían bigote; otros unas indisimulables canas plateadas; otros, barriga; y todos, absolutamente todos, portaban bajo su brazo un portafolios.
A Manuel le parecieron tan ridículos sus juegos, su forma de gritar, y el cómo se tiraban piedras, que empezó a sentirse extraño.
A su lado, unos niños jugaban a lo mismo, y sus gritos y juegos parecieron sonarle a gloria.
Miró a los hombres y a los niños una y otra vez, y cada vez encontraba más diferencias. Lo primero que notó fue que los niños tenían más pelo y menos arrugas en la cara. Después, que mientras los niños se caían y volvían a levantarse, los hombres al caer, quedaban ligeramente traspuestos.
…Y entonces Manuel comenzó a sentirse de un ridículo subido.
Se tocó la cara y palpó con nerviosismo su barba incipiente, su piel dura y sus enormes entradas. Se metió la mano en el bolsillo y descubrió un manojo de llaves con un cartelito que ponía Seat que le empezó a hacer sospechar.
Pero ver su carnet de identidad terminó por convencerle; él, era abogado.
Manuel volvió a su casa procurando andar como una persona mayor. Se arregló la corbata, se limpió los zapatos, se abrochó los puños de la camisa, se metió las manos en los bolsillos y cogió un autobús, equivocándose de parada al bajar.
Entonces empezó a darse verdadera cuenta de que nos solo era un hombre, sino también un hombre despistado.

Moraleja: No es bueno que los niños tengan barba, ni tampoco que sean abogados.

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