...En los muertos del moro

Teníamos sueño, mucho sueño. Nuestro cansancio era agotador y solo nos apetecía dormir. Las noches nor-africanas son pegajosas. Todo parece estar húmedo, y las sábanas se te pegan como si fueran esparadrapos embadurnados en super-glue.
Joan y yo habíamos trabajado duro aquel día. El había jugado al tenis hasta la saciedad, y yo había aguantado estoicamente los agobios del Teniente. Teníamos sueño, por tanto.
Decidimos ir a mi cuarto. Es una habitación acogedora donde las halla, plagada de zapatillas malolientes, posters de Marta Sánchez, y alguna que otra incompleta indumentaria militar. Cuando llegamos, mis compañeros no estaban, pero habían dejado su inconfundible rastro: restos de mortadela por todas partes.
Aquella noche todavía teníamos en nuestro poder el televisor y el vídeo. Joan quiso agotarse un poquito más y se torturó viendo video-clips de Madonna. Yo había decidido darme un merecido respiro. Deseé que se me pegaran aquellas asquerosas sábanas.
No tardé mucho en conciliar el sueño a pesar de observar con cierto detenimiento la fauna silvestre que me rodeaba. Poco después, estaba como los angelitos.
No recuerdo cuanto tiempo había transcurrido hasta que me despertó el Sevillano. De todas las pesadillas posibles creo que la más odiosa es la de un tipo despertándome en la oscuridad de la noche para hablarme de la línea de centrocampistas del Sevilla 88-89. Es muy superior a mí.
Pero aquellos cariñosos empujoncitos que casi me hacen caer del catre tenían una intención bien distinta. El Sevillano pedía socorro.
Yo tenía las sábanas tan pegadas a mi cuerpo que no podía moverme. Abrí un ojo, pero poco, medio guiñándolo. Todavía no había diferenciado la pesadilla del mundo real y ahí estaba ese sevillano pegando gritos.
Joan se acercó con esa ridícula cojera resultante del agotamiento, y le ayudó a levantarme. Yo contestaba cosas sin sentido, y tan pronto llamaba al Teniente como tarareaba coplitas.
La agobiante presión de mis dos compañeros me hizo entrar de lleno en la realidad. Había que incorporarse de inmediato.
El Sevillano se tranquilizó y terminó por explicarse. Yo oía palabras sueltas como “moro” “dos metros” y no se qué de “guachi-guachi”. Mis ojos se iban cerrando progresivamente, pero de vez en cuando volvía en mí sobresaltado por esos gruñidos de claro deje sureño.
El Sevillano nos hablaba de un moro enorme apostado en una esquina, y que le llamaba. Como él quería ver el Teledeporte no le prestó demasiada atención, y el moro le dijo algo en un idioma extraño. El Sevillano no sabe idiomas y por lo tanto no le entendió. Bien pudiera haberle dicho “buenas noches” como que le iba a hacer una costurilla en la panza con su daga de Marrakech. Lo que el Sevillano habría necesitado era un intérprete. No queda bien irse sin saludar ó decir unas palabritas de cumplido, ya que nunca se sabe la cantidad de puertas que una buena educación puede llegar a abrir. (Ciertamente hay ocasiones en que una cultura intercontinental puede solucionar muchos apuros; un chiste bien contado y con un perfecto acento arameo puede librarte de una redada en Tel Aviv; un piropo gracioso en kurdo septentrional puede salvar tu cuello cuando te pillan mirando a una mujer tapada hasta las cejas).
Pero aquel inmenso moro de barba poblada tenía cara de hambre, y se había acabado el Ramadán.
El Sevillano solo pudo hacerle un gesto con la cabeza, y huir con más miedo que vergüenza.
Y ahora estaba ahí con nosotros. Pedía protección, apoyo, ayuda, socorro, auxilio, y un poco del bocadillo de jamón York que Joan devoraba mientras le escuchaba. No se lo negamos, pero Joan le advirtió que no tenía mantequilla y que por lo tanto estaba algo seco. Hábil treta.
Nos pusimos manos a la obra.
Me puse las chanclas y el Sevillano me dijo que no era una buena idea, que él que yo se pondría unas zapatillas de esas de correr los cuatrocientos metros / vallas. ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¡Turbar mi apacible sueño para pegar saltitos delante de un moro!. Resultaba ridículo. Yo quería ir detrás, no delante. Y no es que me importara demasiado, pero habíamos quedado en perseguirle, no en rehuirle.
Finalmente me convenció. Una mirada al Marca cargada de intención me hizo reaccionar. No quería volver a escuchar la lista de fichajes del Cacereño. Salimos a la calle.
Una vez situados bajo el negro manto de la noche del desierto, nos percatamos de que habíamos olvidado algo: las armas. Vuelta atrás.
¿Cómo podíamos armarnos? No podíamos enfrentarnos a ese fenómeno de la naturaleza con insultos, escupitinajos, ó un “haz el favor de salir de aquí”. No era por nada, pero sin conocerle y procediendo de una cultura ajena, se haría literalmente el sueco. Lo que necesitábamos eran armas contundentes, que asustaran.
Inspeccionamos con cierto detalle nuestro amplio polvorín y cogimos lo que pudimos. Tres palos de fregona. He de reconocer que no resultaba de lo más apropiado, pero confiábamos en nuestras habilidades de esquivar y dar.
Nos llevó nuestro tiempo decidir quien sería el primero en salir. Mentalizados de que cualquiera era lo suficientemente capaz de encabezar aquella misión, y siendo todos valientes, no quisimos ser injustos los unos con los otros. Nos lo jugaríamos a los chinos.
En un primer intento, el Sevillano pierde, pero se queja de que Joan esconde los dedos cuando se pone a contar. Repetimos. El Sevillano no pierde de vista los juegos de manos de Joan, pero mientras tanto yo se la juego por detrás con unas triquiñuelas de tahúr aprendidas en un cafetín de Nador.
El perdedor sería el cabecilla.
Era una noche oscura y no soplaba el aire. Ante nosotros, un larguísimo pasillo que nos amenazaba.
Temíamos la sorpresa, la colosal aparición de ese monstruo de tez morena. Cada esquina creaba un nuevo miedo. Cada metro de aquel tortuoso camino, nos ponía un poco más nerviosos.
El Sevillano trataba de disimular su temor recitando en voz alta alineaciones de la Primera División, pero cuando llega a los reservas, volvía a inquietarse. Yo vigilaba silenciosamente la retaguardia, y deseaba con toda mi alma que no se posara sobre mi espalda una negra mano de medio metro de diámetro.
No encontramos nada. Ni moro ni nada que se le pareciese. Nuestra presunta víctima había desaparecido, ó tal vez nunca hubiera existido.
Echamos una mirada inquisidora al Sevillano, y él se disculpo por los muertos de Manolete que lo que había visto era verdad. Mucho nos temimos que su imaginación le había jugado una mala pasada, y unas paternales palmaditas en su espalda nos podían servir para continuar durmiendo. Pero aquel sevillano testarudo quería guerra y no se daba por vencido. Había que seguir buscando.
Anduvimos un buen rato sin encontrar nada. De vez en cuando no podíamos evitar dejar escapar unas risitas al vernos con aquellos palos de fregona.
La única solución parecía ser la de llamar a la Patrulla de Guardia y que nos echaran una mano.
Tuvimos suerte que esa noche vigilará la Legión. Estos tipos parecen no ser humanos, y se tatúan con dibujos muy extraños. Suelen ir descamisados hasta la cintura, fumar cosas raras, y hablar y maldecir a destajo. Por un trago de whisky les puedes tener a tu servicio toda una noche, e incluso hacerte con ellos una foto para luego enseñársela a tus amigos.
Pero aquella noche no teníamos whisky y sí un aspecto ridículo que les haría reír y seguramente pegar unos tiritos al aire.
Joan se apresuró a actuar como intermediario. No sé que les dijo pero acabó convenciéndoles. Al cabo de un rato habíamos formado una cuadrilla y teníamos armas de las de verdad.
El moro seguía sin aparecer y los legionarios comenzaban a bostezar. Nos concedieron una última oportunidad y si no, se irían. Lo intentamos de nuevo.
De repente un ruido, una botella que cae, y unas hojas de árbol que producen un chasquido al pisarlas. Las señales vienen del bar y hace horas que lo han cerrado.
La alerta es instantánea y los legionarios cargan sus fusiles. Nosotros permanecemos a sus espaldas con los palos de fregona en posición amenazante. Si fallan ellos, intervendremos nosotros.
Unas cariñosas invitaciones a una entrega incondicional nos sirven para ver el rostro del intruso. Es un moro, sí, pero no muy grande, más bien insignificante. Lleva los brazos en alto y pronuncia unas palabras en un pésimo francés.
¡Esta es la mía!. Como he terminado el segundo tomo de El francés para todos puedo entenderle perfectamente. Nos presentamos.
Ambos: Bonjour, bonjour.
Moro: Comment Ça va?
Yo (con un académico francés): Trés bien, merci. Et vous?.
El moro asiente con la cabeza, y yo me lanzo.
Yo (rascándome la oreja derecha): Je m´appel Pablo et je suis un soldat.
El moro no se corta.
Moro: Il fait chaud cette nuit.
Yo prosigo.
Yo: Oui, ce vrai. Je veux boire mais je ne trouve pas ma bouteille d´Armagnac.
El moro ríe. Su escandalosa carcajada queda repentinamente acallada por el incipiente cañón del fusil de un legionario.
Moro: Je suis tunisien et je cherche quelque chose a manger.
Después sigue con una disquisición sobre la vie et la mort pero como pronuncia mal, no me doy por aludido.
Le invito a que salga.
Yo (echándome el flequillo hacia atrás): Vous avez de sortir tout de suite!.
El moro llora. Yo dudo si la verdadera causa de sus sentidas lágrimas son porque le ha gustado el lugar, ó que le asombra comprobar mi refinado francés.
Termina por ser escoltado por los novios de la muerte.
Misión cumplida al fin, y ya son las tres de la madrugada. Nos despedimos de nuestros patrulleros ocasionales y volvemos a la habitación.
Por el camino el Sevillano nos dice que nos hemos confundido de moro, y que el suyo sigue siendo enorme. No le escuchamos.
Ya era suficiente por aquella noche, pero por si acaso, decidimos dormir con los palos de fregona al pié de nuestras camas.
El Sevillano se caga sucesivamente en los muertos del moro, y echa una última miradita por la ventana.
Rezamos porque no viera más cosas raras y el cielo nos oye.

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