A la orden de vuecencia

Era un Viernes por la tarde. Apretaba el sol africano como si quisiera estrangularnos, y sus prepotentes rayos nos abofeteaban sin cesar en una paliza inmerecida.
Las tardes melillenses se reducen a comprar coca-colas en la tienda de Fina y a tomar unas tapitas en el Málaga.
Aquel día y fieles a nuestra tradición, hicimos lo propio pero en orden inverso y directamente proporcional. En realidad no me acuerdo si compramos panes ó bollycaos, si guiñé el ojo derecho ó el izquierdo, ó si llamé al Teniente “gordo” ó “seboso”. La memoria falla en los momentos más inoportunos, pero como bien dice creo que Víctor Hugo, la suerte es más del listo que del tarugo.
Independientemente de si la Fina me dio un Tab ó me dijo “buenas tardes”, lo cierto es que llevábamos bolsas, muchas bolsas, y pesaban. Otra vez me vuelve a fallar la memoria. Joan llevaba una ó dos, y yo tres ó cuatro, pero no consigo acordarme de si nos intercambiamos las bolsas, ó de si en un momento dado llevé yo todas. No tiene mucha importancia. Una cosa es segura. Volvíamos a la Hípica, jaula dorada. Entramos cantando porque éramos dichosos, y nos dirigimos a la Secretaría. Siempre hacemos lo mismo.
Pero aquella tarde el destino nos guardaba una jugada maestra. Habíamos movido el alfil, pero nuestro sino, tras un enroque, preparaba un jaque pastor.
Habíamos dejado la puerta entreabierta. Ni abierta del todo ni cerrada a cal y canto. Ello quiere decir que la teníamos a medias, un que-te-cierro-no-te-cierro que siempre nos había dado los mismos resultados; se nos llenaba la oficina de estúpidos. Y así, en el vendrán-no vendrán y el “a ver quien se cuela ahora”, apareció un hombrecillo.
Era muy poquita cosa, insulso, tontorrón. Su pelo era canoso y llevaba una de esas gafas que se oscurecen y se aclaran y que resultan ideales para el voyeur de playa malagueña.
Pues éste hombrecillo, tímido él, abrió la puerta de nuestro querido lugar de trabajo, con la vergüenza de un niño y la duda de un don-nadie. Le miramos de reojo, pero con un reojo de esos que desnudan y hacen daño. El hombrecillo empequeñeció por momentos hasta hacerse un hombrecillo bastante canijo. Cuando se hubo recuperado del susto, y no sin pocos esfuerzos, masculló unas palabritas que creímos interpretar como un “¿podría llamar por teléfono, por favor?”.
No nos negamos. Habría sido el colmo. Una tontería como ese tipo, que apenas asomaba las cejas por encima del mostrador, no nos podía causar ningún problema.
Se apresuró al auricular nervioso, aturdido, temblando, como asustado. Antes de descolgar el aparato ya le habíamos dado un toque de atención. Era el teléfono militar. Y no es que nos importara mucho que llamara por esa línea, sino que no queda bien que uno llame a su casa y le conteste un legionario diciéndole que no se tire el mayflai.
El hombrecillo, que poco a poco iba reduciéndose a una expresión mínima, pidió perdón incluso con una reverencia. Joan estaba dando buena cuenta de su bocata de fuet y yo sorbía con ansiedad las últimas gotas de mi Tab sin-azúcar-sin-cafeína, con lo cual pasamos ampliamente de sus virguerías y muy posiblemente le escupiéramos sin querer algún que otro proyectil.
Se había dirigido a la mesa del Teniente. Había osado tocar su inmaculada mesa, rozar sus bienaventurados papeles, echar el aliento a sus intocables cristales de la ventana.
Aquel hombrecillo era hombre muerto, carne de cañón, ó lo que es peor, víctima propiciatoria de un incontrolable arrebato de Ortuño.
Pero siguió, y no le importaron nuestras silenciosas burlas.
El teléfono comunicaba. No debía marcar bien. Tal vez no hubiera visto en su vida un teléfono. Le dijimos que los números se marcaban de uno en uno, con cadencia y sin precipitación.
Fue entonces cuando nos rogó que avisáramos a su mujer. ¿Y quien diablos era su mujer? ¿Debíamos adivinarlo?. Pero el hombrecillo, tímido él, apocado y sumiso, nos dijo que él estaba casado de verdad, que no era broma, y que su mujer era la esposa del Comandante General.
Entonces pensamos, porque esto es algo que solemos hacer en nuestras horas libres. La mujer del Comandante General debe ser algo mayor, con el pelo seguramente canoso, algo pequeña y de portentosas caderas. Debe tener cincuentaytantos añitos, hablar bien, y rodearse de señoras que hablan de las fiestas del Sr. Coronel.
Bueno, pero dejando estas consideraciones aparte, la mujer del Comandante General debe ser ante todo hija de buena familia, haberse casado por la Iglesia, y tener un par de herederos y una hija gorda pero casadera. Pero ¿Y si no hubiera venido con toda la familia? ¿Y si los hijos estuvieran estudiando en la península “Maniobras militares en el Alto Duero” , y la hija hubiera adelgazado? ¿Cómo la reconoceríamos entonces?.
Y cabilando, cabilando, caímos en la cuenta. La mujer del Comandante General tenía que ser la mujer del Comandante General, con lo que siendo su esposa, su marido sería su marido, y en condiciones normales de presión y temperatura, debían estar casados. La combinación final debía ser algo parecido a lo siguiente: la mujer del Comandante General contrae matrimonio con el Comandante General. Hasta aquí todo va bien. Pero la mujer del Comandante General no es la mujer del Comandante General así porque sí. No está bien nacer y que de repente en vez de llamarte Pepita Rodríguez ó Juanita Navarrete, te llamen “mujer del Comandante General”. Para ser su mujer, debe haber un esposo, y ese esposo tiene que ser como mínimo el susodicho Comandante General. De todo ello se infiere que cualquiera no puede ser el marido de la mujer del Comandante General, porque para que esto suceda, tiene que darse la asombrosa coincidencia de que esa mujer tenga un consorte que sea el Comandante General.
Un lío tremendo.
Miramos al enano y nos sonrió.
De repente nos temblaron las piernas y nos percatamos de que el hombrecillo no era tan bajo, ni tan tímido, ni siquiera se asustaba.
A Joan se le atragantó el fuet. A mí se me heló la sangre.
Ahí estaba él, en la mesa de Ortuño y no era Ortuño. Era algo más grande, más gordo, más importante.

Salimos de la Secretaría despidiéndonos y tropezándonos. En un momento nos habíamos olvidado de si un teniente es más que un alférez, ó de si en Barcelona hay mar y en Madrid, montañas.
Ante tamaña nube de confusión no sabíamos si llamarle ilustrísimo, excelentísimo, majestuosísimo, ó queridísimo. Quedándonos a medias le dijimos “hasta luego” y “a la orden de vuecencia”.
Ahora solo nos queda implorar al cielo que no aparezca S.M. El Rey y nos pille en calzoncillos.
No sabríamos qué decirle.

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