Solo quiero una pistola y un niño de San Ildefonso

Noviembre de un año impar. Sus cifras suman veinticinco, pero no ha llegado el fun, fun, fun. Ha llegado la hora de enfrentarse a la verdad, pero la verdad no hace ninguna gracia. Hay que madrugar para sufrir y anoche me acosté tarde. No es que no quiera pasarlo mal, es que tengo sueño. Comprensible ¿no?.
Como es domingo, he secuestrado el despertador. He movido sus manecillas, he quitado la alarma, lo he puesto boca abajo, y lo he tapado con una manta. Solo un destino incoherente hará que suene.
No ha sonado pero me he despertado. Castigo divino. Debe ser. Ya no puedo conciliar el sueño porque con mi mala suerte pudiera ser con la estantería de libros encima de mi cabeza.
Arriba. Sin pereza. No hay nadie en casa. ¡Qué majos!. Sabiendo el día que es hoy y me abandonan.
Curiosamente me paseo por la cocina sin abrir la nevera. Vuelvo a pasar, y nada, que no hay manera. No debo tener hambre y eso es raro a estas horas.
Ha llegado el periódico. Está en el suelo, junto a la puerta. Agacharse y cogerlo es lo lógico, sobre todo si se quiere leerlo. Es más cómodo que enfocarlo a distancia
Tampoco quiero. Ni comer, ni leer, y ya ...ni dormir. Llego a la conclusión de que o estoy desganado o soy un vago de tomo y lomo. No me apetece resolver el enigma, y decido sentarme.
Observo mi casa. A las once menos cuarto de la mañana todas las cosas están en el mismo sitio que a las seis y veinte
Delante mío hay un pequeño televisor. Está apagado. Miro el reloj. Cinco minutos para las once. La tentación comienza.
He comenzado a sudar. Tengo frío y calor, y las manos me hacen malabarismos extraños. Un extraño tic me castiga el ojo derecho. Estoy inmerso en un baile de San Vito incontrolable.
Ante mí, esa oscura pantalla que parece decirme “enciéndeme”. Me levanto y noto que las piernas parecen un acordeón. No puedo andar. Me vuelvo a sentar.
Intento no mirar ese televisor apagado. Si lo hago, lo encenderé. Pero la tentación me tiene bien cogido.
No me queda más remedio. ¡Allá que te voy! Nada. No sale nada. ¡Menos mal! Parece que voy tranquilizándome.
Pero no. Para mi desgracia, he observado un enchufe caído en el suelo.
La tentación no parece contentarse con descontrolar las partes de mi cuerpo, sino que también quiere darme trabajo.
En un abrir y cerrar de ojos, realizo la operación completa. Cuando quiero darme cuenta, estoy otra vez sentado y haciendo extraños juegos de manos.
Efectivamente, la televisión lanza hacia mis ojos aquello que inconscientemente yo había estado intentando evitar. Un sorteo. Odio los sorteos, los décimos, los loteros, y a los inocentes niños de San Ildelfonso.
Las apuestas me descomponen. No tengo suerte y por ello reniego de todo este aparato del azar.
Pero lo de hoy no es un sorteo normal.
Hay bolitas, si. También hay bombos. Hay curiosos, y tipos de esos que están trás una mesa sin hacer nada. Incluso la voz del comentarista me resulta terriblemente familiar.
Poco a poco, este espectáculo tan querido para mí va atrapándome. Y me siento tan ridículo en un sorteo sin tener una mísera participación. O por lo menos eso creo.
Los bombos giran. Su ruido ensordecedor causan en mí un efecto parecido al de la vecina del 4ºB ensayando para la Coral de Peñagrande. Es decir, pavor.
Me he percatado de que yo también participo. Tengo un décimo de “Mozo en próxima incorporación a filas” y no deseo ganar el primer premio. Odio a la bola. El bigote del lotero me da mala espina.
Lo que más gracia me hace de todo esto es el nuevo vestuario de los supuestos huérfanos de San Ildefonso. Verde. Con escuditos. Con sombrero de plato. Son más bien mayorcitos, y sus voces son roncas. Temo por mi suerte. ¡Que alguien pare todo esto!.
¡Allá va!. Han llamado a un voluntario para que extraiga la bola y cante. Y hay que ver al tipo. Me parece haberle visto en una película de Jerry Lewis.
¡Eh! ¡Ha dicho algo! Ininteligible, ciertamente. Ha soltado un bufido y yo no he traído intérprete. No le habría costado nada abrir la boca y vocalizar un poco. No le pido un discurso, pero sí algo más que un eructo.
Pero no hay repetición. ¡Dios sabe lo que habrá dicho!. El muy animal está tapando la bola y no se la enseña a nadie. La Fuerzas del Orden le invitan a hacernos partícipes del resultado, pero él se niega mientras ríe.
¿Qué es esto?. El esférico ha caído al suelo. Los tipos de los escuditos corren velozmente pegando zapatazos. ¡Qué chungo!. Un bufido, una ocultación de pruebas, y ahora una huida. La palabra tongo…¿Es aplicable a éste caso?. A mi no me importa que no me toque, pero lo que no soporto es que sorteen cosas ayudándose de las mangas.
El desbarajuste se ha arreglado, más ó menos. El individuo del conflicto ha sido reducido y puesto en un taxi. ¡Aire! Le han sugerido.
Pero la bola no aparece.
Segundo intento. El de ahora sí que es bajito. No sale en pantalla, pero lo adivino por las risas del público. ¡Ah, ya! ¡Ya le veo!. El “lotero” está apoyado en él.
Le buscan un asiento para que llegue al bombo. Lo que necesita es una escalera, ó tal vez un trapecio. Finalmente ha optado por subirle a hombros, y el que lo hace parece un cabezudo.
Giran los bombos. El enano aprovecha la ocasión para mirar a la cámara y marcar perfiles mientras saluda.
Ahí llega la bola. En las manos del liliputiense parece una bola de beisbol.
Dice el número, pero lo dice tan bajito que él mismo pregunta al público que quien diablos le susurra en el oído derecho.
Muestra la bola. Un ocho y un veinticuatro.
Se arma el follón. Cae el enano al suelo porque su soporte resulta ser también el escribiente.
Una inmensa mancha verde ocupa el televisor. Debe ser un tubo fundido. ¡Ah no! Son un montón de uniformes militares que tapan el objetivo.
Ahora sólo veo páginas de ordenador, y muchos dedos, y manos haciéndose burla.
No me estoy enterando de nada. Habrá que esperar. Apago la tele y me largo. El periódico dirá algo mañana.
Pero no puedo. Vuelvo a encender la tele. Misteriosamente todo se ha resuelto amordazando a los de la primera fila. Estos son siempre los más gamberros.
La televisión no da resultados, pero sí algo así como una fórmula matemática…
“Súmense los números, descontándose sus inversos elevados a la undécima potencia.
Si su logaritmo neperiano es igual ó menor que uno, debe multiplicarse por sus números imaginarios y sacado su máximo común divisor.
Llegado a éste punto, ha de dibujarse su representación espacial. Debe salir una hipérbole ligeramente torcida hacia la izquierda.
Quien llegue a éste resultado debe entonces contestar cual era la verdadera nacionalidad de Euler-Venn, antes de casarse con la cuñada del creador del producto cartesiano.”
***Para más información, consulte con el Departamento de Logística del Ministerio de Defensa.
He llenado papeles y papeles y mi conclusión es más bien triste. O me voy en el 5º Reemplazo a la Región Sur, ó me he equivocado despejando un polinomio.
Un hombrecillo con gafas da el resultado correcto…
“Los nacidos entre los días 24 de Agosto por la mañana y el 17 de Septiembre tras el aperitivo, quedan exentos del Servicio Militar.
Pero aquellos cuya fecha de nacimiento sea próxima al verano lo llevan bastante claro, porque para ver el sol van a tener un añito entero.
Los de Julio a Ceuta y los de Junio a Melilla. Todos los demás deberán echarse a los chinos quien será marinero, y quien poseerá los mejores paracaídas.
Aquellos con deficiencias físicas destacables, deberán realizar unas pruebas de supervivencia en el Pirineo leridano, para demostrar que no están sanos como robles. Recibirán en breve y en sus domicilios el material necesario y que incluye un macuto y un cuchillo toledano de campaña.”
Y como haciendo cálculos da la terrible coincidencia de que soy uno de esos inoportunos retoños veraniegos cuyo destino le depara una próxima estancia en Africa, no me queda más remedio que ó resignarme ó falsificar mi partida de nacimiento.
Pero yo no soy un ganster, aunque tampoco muy valiente. Dudo un momento.
Mi sino, inevitablemente, no aguarda todo éste tiempo. Quiere una respuesta ya.
Me han dicho que en Africa uno puede obtener un bronceado envidiable.

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